El silencio del Penthouse fue roto no por el canto de los pájaros, sino por el zumbido insistente y digital de la alarma del celular de Yago.
Sin embargo, algo estaba mal en la ecuación matutina. El cuerpo de Yago, un reloj biológico entrenado para despertar a las 5:00 AM con precisión militar, esta vez había sucumbido al agotamiento extremo del viaje a Acapulco.
Nant abrió los ojos, desorientada por la luz que ya se filtraba con fuerza por las cortinas. Buscó su celular en la mesita de noche y, al encender la pantalla, el pánico la golpeó como un balde de agua fría.
6:15 AM.
—¡Es tardísimo! —exclamó Nant, saltando de la cama de un brinco.
La relajación de la noche anterior se evaporó. Nant se movió con una velocidad impulsada por la adrenalina académica; tenía una clase importante y llegar tarde no era una opción. Se quitó la lencería con la que había dormido, dejándola caer al suelo mientras corría hacia el baño principal.
Yago, despertando con el movimiento brusco de la cama, miró