Esa misma tarde, el plan de Nant se puso en marcha con la precisión de un reloj suizo, una cualidad que había pulido bajo la influencia de Yago. Tal como lo había ordenado, Carlos, el leal y siempre impasible asistente de Yago, ya estaba esperando. Su figura impecable se alzaba con una discreta elegancia junto a una reluciente camioneta de lujo, de un color oscuro que absorbía la luz del atardecer poblano, estacionada con calculada precisión frente a la salida del edificio donde la madre de Nant trabajaba. La exactitud de Carlos era tan predecible como el amanecer, una muestra palpable de la eficiencia y el profesionalismo que Yago exigía de cada miembro de su personal, una cualidad que no admitía errores ni demoras.
La madre de Nant salió del edificio, sumida en sus propios pensamientos después de una jornada laboral. Al percatarse de la magnitud del vehículo que la esperaba y de la presencia inmutable de Carlos a un lado, una expresión de ligera sorpresa se dibujó en su rostro. No e