Abandonada por su pareja tras descubrir que su embarazo es de alto riesgo, Elizabeth se ve obligada a comenzar de cero, sola y enferma. Sin recursos ni familia que la respalde, busca refugio en David, un viejo amigo con un pasado silencioso pero leal. Lo que Elizabeth no sabe es que David guarda un secreto: es el hermano del hombre que la hizo pedazos años atrás. Entre miedos, carencias y heridas aún abiertas, Elizabeth deberá descubrir si puede volver a confiar, sanar… y amar de nuevo.
Ler maisEl consultorio olía a desinfectante y soledad. Elizabeth apenas podía sentarse derecha, con una bata que no lograba taparle del todo la fragilidad. Llevaba días sintiéndose débil, pero no esperaba lo que el médico le estaba diciendo ahora.
—Tu embarazo es de alto riesgo, Elizabeth. Tienes anemia severa y necesitas reposo absoluto. —La voz del doctor era firme, pero serena—. Si no te cuidas, podrías perder al bebé… o algo peor. Sintió cómo todo el peso del mundo caía sobre sus hombros. Su respiración se volvió más lenta, más tensa. Trató de sostenerse con dignidad, pero las palabras le taladraban la mente una y otra vez. “Podrías perderlo.” Salió del consultorio con el corazón palpitando con fuerza. Afuera, la lluvia comenzaba a caer. Gotitas suaves primero, luego más fuertes, como si el cielo también sintiera su dolor. En la sala de espera, Adrián la miró desde su teléfono, distraído. —¿Qué te dijo el médico? —preguntó sin levantar del todo la vista. —Que debo guardar reposo… y que es un embarazo de alto riesgo —dijo en voz baja, esperando encontrar en sus ojos algo de preocupación, algo que la abrazara sin tocarla. Pero no. Lo que vio fue molestia. —¿Otra vez con esas cosas? Elizabeth, ya bastante tengo yo con el trabajo como para que tú vengas a complicarme la vida con dramas. El golpe no fue físico, pero dolió igual. Elizabeth lo miró con incredulidad, con el alma rota por dentro. —Estoy hablando de nuestro bebé… ¿cómo puedes decir eso? Adrián se levantó con un suspiro exagerado y guardó su celular. —No es mi problema. Haz lo que tengas que hacer. Yo… no puedo con esto. No lo pedí. El silencio que siguió fue ensordecedor. Elizabeth sintió que se le congelaban las manos, el pecho, la esperanza. Trató de hablar, pero las palabras no salían. Adrián simplemente se dio media vuelta y salió del hospital. Y ella se quedó ahí, bajo el sonido de la lluvia y los pasos indiferentes, sintiéndose como una sombra. Abandonada. Débil. Con miedo. Esa noche no durmió. El eco de sus pensamientos la mantenía despierta. Acarició su vientre como si pudiera protegerlo solo con el contacto, como si pudiera prometerle algo que ella misma no sabía si podría cumplir. —Vas a estar bien —susurró—. Yo te lo prometo. Aunque me sienta rota… aunque me duela respirar… vas a estar bien. El bebé no podía escucharla todavía, pero en ese momento, Elizabeth decidió que su hijo no crecería viendo a una madre rendida. Aunque no supiera cómo seguir adelante, lo haría. Por él. Porque ahora no solo era una mujer herida… era una madre, y las madres no se rinden. Miró el techo agrietado de su habitación, el celular al lado con llamadas perdidas que no existían, y sintió cómo el miedo se transformaba lentamente en fuego. No tenía a nadie. Ni padres, ni hermanos, ni amigos. Adrián había sido su único apoyo y se había ido en el momento más oscuro. Pero en medio del dolor, recordó una voz lejana, cálida. David. “Si algún día no tienes a dónde ir… ven a mí.” La voz le llegó como un susurro del pasado. David. Su viejo amigo. Su apoyo en la adolescencia, antes de conocer a Adrián. Siempre estuvo ahí, sin pedir nada a cambio. Hasta que un día se alejó. O ella se alejó, más bien. Adrián decía que no le gustaba “ese tipo”. Había pasado tanto tiempo desde esa conversación que parecía un recuerdo de otra vida. Pero esa promesa seguía ahí, como una vela encendida en mitad de la tormenta. Elizabeth se incorporó con dificultad y buscó su teléfono. Sus dedos temblaban mientras lo desbloqueaba. Abrió la galería y buscó una foto antigua. Ahí estaba David, con una sonrisa que hablaba de paz. Pasó un largo minuto mirando la pantalla, como si en ella pudiera encontrar el valor para escribirle. Luego, suspiró. Marcó su número. El corazón le latía tan fuerte que por un momento pensó que no podría hablar. Pero necesitaba hacerlo. Y cuando escuchó su voz al otro lado de la línea, supo que, tal vez, no todo estaba perdido. —David… ¿aún recuerdas lo que me dijiste una vez? Silencio. Luego, una respuesta cálida, casi inmediata. —Claro que sí. ¿Dónde estás? Elizabeth cerró los ojos y permitió que una lágrima se deslizara por su mejilla. No sabía qué vendría, pero por primera vez en muchas horas, sintió que no estaba completamente sola.El sol se filtraba a través de las cortinas, cálido, sereno. Elizabeth sentía que era la primera mañana en mucho tiempo donde su alma también amanecía en paz. Pero no duró demasiado.Una punzada en el vientre la obligó a encorvarse. Otra. Y otra. El momento había llegado.David la acompañó al hospital, sin soltarle la mano. Aunque su rostro mostraba nervios, sus palabras eran firmes.—Estoy aquí, Eli. No hay nada que temer.Mientras la llevaban a la sala de parto, Elizabeth sintió que el miedo volvía como un viejo enemigo. ¿Y si no podía con esto? ¿Y si fallaba como madre? ¿Y si Derek heredaba las heridas que aún no terminaba de sanar?Cerró los ojos. Y como un rayo silencioso, recordó a Liam. Su voz, sus frases crueles:“Eres un estorbo. Nadie va a amarte de verdad.”“Todo lo malo que te pasó… te lo buscaste tú.”El corazón se le aceleró. El cuerpo se tensó. Por un instante, la ansiedad quiso atraparla.—Respira, Eli —dijo David, a su lado—. Mírame.Ella lo hizo.—Tú no estás sola. N
La noche después de ver a Liam fue una tortura de sombras y recuerdos. Elizabeth no pudo dormir. Se encerró en el baño, el agua corriendo del grifo apenas lograba tapar los sollozos que intentaba contener. Temblaba. Sentía que su cuerpo era una trampa. Su mente, una cárcel. Y su alma, una herida abierta.Recordó la última vez que Liam la miró así… con esa mezcla de posesión y desprecio.“¿Quién te va a amar con todo lo que cargas?”,le había dicho entonces, como un veneno que llevaba años circulando por su interior.Pero esta vez algo fue diferente.Mientras se abrazaba a sí misma frente al espejo empañado, una voz nueva le habló desde dentro:“Yo. Yo me voy a amar.”A la mañana siguiente, Elizabeth estaba más decidida. No había vencido el miedo, pero había elegido no obedecerlo más.Tocaron la puerta.Ella la abrió y ahí estaba. Otra vez. Liam. Como una sombra que se negaba a desaparecer.—No esperaba menos de ti —dijo con sarcasmo—. Fingiendo que ahora eres fuerte, cuando sabemos
Elizabeth despertó con el sonido de la lluvia golpeando suavemente los cristales. A pesar de todo lo vivido, por primera vez en semanas, no sentía miedo al abrir los ojos. David dormía en la butaca del hospital, inclinado hacia un lado, agotado pero tranquilo. A su lado, un pequeño ramo de flores y una caja con jugo y galletas dejaban claro que había pasado toda la noche cuidándola.Recordó el caos del día anterior. La escena con Adrián aún la sacudía por dentro, pero algo había cambiado: ya no estaba huyendo. Por primera vez, se sentía lista para hacerle frente a su pasado.—¿Estás lista? —le preguntó David más tarde, mientras caminaban hacia la oficina de denuncias del hospital.—Sí —respondió sin dudar—. Se acabó.El oficial que los recibió no pareció sorprendido al escuchar el nombre de Adrián. De hecho, al ingresar sus datos, algo surgió en el sistema.—No es la primera vez que recibimos algo sobre él —murmuró el oficial—. Pero hasta ahora nadie se había atrevido a ir hasta el fi
El hospital estaba en silencio cuando Elizabeth despertó del corto descanso que había logrado. La cortina de la ventana dejaba pasar una luz suave de la tarde, y el sonido del monitor cardíaco marcaba un ritmo constante que la tranquilizaba por momentos. David había salido un rato. Le había prometido volver con algo de comer. Ella aprovechó para estar sola con sus pensamientos… y con sus dudas. El sueño del bebé seguía presente como un eco cálido en su pecho, pero aún se sentía vulnerable. Frágil. Como si cualquier soplo de aire pudiera volver a derrumbarla. Un golpecito en la puerta interrumpió su silencio.—¿David? —preguntó débilmente. Pero la figura que apareció no era la que esperaba. Adrián. De pie, en la entrada, con un ramo de flores baratas en una mano y una expresión fingida de arrepentimiento en el rostro. Vestía camisa blanca y jeans, como si hubiera querido parecer casual… o como si viniera del pasado.—Eli… al fin te encuentro. Ella sintió un frío recorrerl
La noche era húmeda, y la ciudad parecía tan indiferente como siempre. Elizabeth caminó sin rumbo por calles desconocidas, con la ropa empapada por la llovizna y las piernas pesadas como plomo. Nadie la miraba. Nadie notaba a una mujer embarazada vagando por la ciudad, sola, frágil y rota. La pensión donde se quedó tenía un olor rancio, mezcla de cigarro viejo y paredes húmedas. El colchón apenas era más blando que el suelo, pero era lo único que pudo pagar con las monedas sueltas de su bolso. Se sentó en la esquina de la cama, abrazando su vientre. El silencio del cuarto era ensordecedor. Cerró los ojos y sintió cómo las náuseas se mezclaban con el mareo. El calor subía a su cabeza como vapor. —Perdón… —susurró mientras las lágrimas le bajaban por las mejillas—. Perdón por no saber protegerte… por no tener fuerzas. Las paredes se movieron. O tal vez fue ella. Se recostó sin fuerzas, con los labios resecos, el cuerpo tembloroso y los latidos tan débiles que apenas los s
Elizabeth despertó de golpe. Su respiración era entrecortada, como si acabara de correr una maratón. El corazón le latía en los oídos, las sábanas empapadas de sudor. Un sueño. Solo un sueño. Pero no. El rostro de Liam, su voz, el olor a peligro… aún estaban en su piel. Se sentó en la cama, con las manos temblando. Abrazó su vientre. El bebé no se movía, pero podía sentirlo ahí, como recordándole: “Estoy contigo.” Tragó saliva, queriendo ordenar sus pensamientos. Pero el teléfono sonó. Eli lo miró. Número desconocido. Otra vez. No quería contestar. Pero algo dentro de ella la obligó. —¿Hola? Silencio. —¿Quién es? Respiración agitada del otro lado. Fuerte. Inquietante. Y entonces lo oyó. —Veo que te gusta repetir errores con la familia… La voz de Liam. Inconfundible. Antes de que pudiera decir algo, la llamada terminó. Eli sintió que el piso se movía debajo de sus pies. Se levantó. Cerró ventanas. Cerró cortinas. No podía seguir
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