Elizabeth Radcliffe cortó la llamada con un movimiento brusco, sintiendo que la sangre le hervía en las venas. Apenas el teléfono tocó la superficie de la mesa, la mujer perdió la compostura fría que la caracterizaba.
—¡Maldita sea! ¡Maldita sea! —gritó, su voz se escuchó en todo el lugar.
En un ataque de ira ciega, barrió con el brazo todo lo que había sobre la mesa auxiliar. Un jarrón de porcelana , importado y carísimo, se estrelló contra el suelo, rompiéndose en mil pedazos. El estruendo fue ensordecedor.
Una sirvienta, alarmada por el ruido, entró corriendo a la estancia.
—¡Señora Radcliffe! —exclamó la joven, con los ojos muy abiertos—. ¿Se encuentra bien? ¿Qué sucedió? Por favor, señora, debería calmarse...
Elizabeth se giró hacia ella, con el rostro desfigurado por la rabia y el cabello ligeramente desordenado.
—¡No quiero que nadie esté aquí! —bramó, señalando la puerta con un dedo tembloroso—. ¡Largo! ¡Quiero estar sola! ¡Sal de mi vista ahora mismo!
La empleada, ater