Un par de horas después, Miranda se levantó de la cama del hospital. Podía irse a casa, pero la sensación de libertad era una ilusión amarga; en realidad, se sentía como si fuera bajo coacción. Salió caminando, convertida en una sombra, un autómata que se arrastraba por el pasillo abarrotado de enfermos, acompañantes y personal médico. Sentía que todo dentro de ella estaba destruido, y dar un paso era como arrastrar un peso de miles de kilos, el peso de sus pensamientos y de su sufrimiento.Sin querer, tropezó con una enfermera. —Lo siento mucho. No vi por dónde caminaba —murmuró, la disculpa un mero reflejo social. La enfermera asintió, su rostro profesional pero amable. —¿Se encuentra bien? Ella apenas pudo formar palabras. —Ya me dieron de alta. Me iré a casa. Muchas gracias. Aceleró el paso, temiendo secretamente ser atrapada de nuevo, sedada, obligada a la calma. Caminó sin mirar atrás hasta el exterior, donde el aire fresco la golpeó, frío y vivificante, entrando a bor
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