Miranda estaba allí, frente a su madre, esperando el sermón que sabía que se avecinaba. Catherine no la decepcionó; sus palabras fueron directas y cargadas de reproche.
—Hija, ¿de verdad no te das cuenta de lo absurdo de esta situación? —comenzó Catherine, con tono severo—. Te encariñas con el hijo de la amante de tu marido, juegas a ser su madre, pero no te esfuerzas por tener un hijo propio. Creo que deberías apresurarte y hacerlo. Inténtalo una vez más. Deja de lado ese miedo absurdo que tienes.
Miranda la miró con incredulidad y dolor.
—¿Cómo puedes llamar a lo que pasé un "miedo absurdo"? Madre, le estás restando importancia a mi dolor, a mi sufrimiento. Todavía sigo pensando en ese momento como si fuera ayer. Es una pesadilla. A veces ni siquiera puedo dormir recordando cuando perdí a mi bebé. Todo eso me duele mucho, así que no te atrevas a considerar absurdo un miedo que es tan real y que todavía sigue fresco en mi memoria.
Catherine bufó, rodando los ojos con impaciencia.