La mañana en el apartamento de Vera transcurría con una calma aparente, aunque frágil. Miranda se había levantado temprano, intentando ocupar su mente en tareas simples para no ser devorada por la ansiedad. Estaba frente a la estufa, preparando el desayuno. El aroma a café recién hecho llenaba la cocina mientras ella removía con cuidado unos huevos revueltos en la sartén, vigilando de reojo que las tostadas en el horno no se le pasaran de cocción. Buscaba normalidad en la rutina, pero el mundo exterior insistía en invadir su refugio.
El teléfono, que había dejado sobre la isla de la cocina, volvió a sonar, rompiendo el silencio matutino con un timbre insistente que le erizó la piel. Miranda se giró y vio la pantalla iluminada. Se dibujaba de nuevo el nombre de aquel remitente al que había estado evitando deliberadamente: Mamá. Miranda soltó la espátula y se quedó mirando el aparato como si fuera una bomba de tiempo. Se cuestionó una vez más si sería correcto volver a ignorarla o si de