El chofer de la familia los condujo discretamente hacia el corazón de la ciudad. En la parte trasera, Alec y Miranda iban tomados de la mano, mirándose con amor, cariño y ese respeto que pensaron que se había extinguido para siempre.
Cuando llegaron al restaurante, Miranda pensó que se encontrarían con otros comensales, pero se llevó una grata y enorme sorpresa. Las puertas se abrieron para ellos y no había nadie más. El lugar estaba completamente vacío.
—Reservé todo para nosotros —susurró Alec, sonriendo ante la expresión de asombro de su esposa.
La organización era espectacular: largas velas blancas se elevaban sobre mesas cubiertas con manteles de lino. El ambiente era cálido, íntimo y elegantísimo, una combinación especial que hacía del momento algo único y exclusivo.
Alec la guio hacia la mesa principal, tomando su mano con caballerosidad. Le dirigió la silla, y una vez ella estuvo sentada, él se ubicó frente a ella.
Pronto, un mesero elegantemente vestido apareció para at