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Marie se volvió loca. Después de que el teléfono se le deslizara de las manos, lo levantó del suelo y marcó frenéticamente el número de Beatrice. Intentó llamarla un par de veces, pero, por supuesto, Beatrice, que ya había soltado su bomba emocional, cortaba las llamadas sin permitirle decir una palabra más.

Marie sabía que no podía perder tiempo. Tenía que contactar de inmediato a Alec para contarle lo poco que sabía, para distanciarse del crimen de su hija y, de alguna forma, mendigar clemencia.

Marcó el número de Alec, su mano temblando visiblemente. Alec contestó al tercer tono.

—¿Por qué me está llamando, señora? —preguntó Alec, con una voz desprovista de toda paciencia o cordialidad.

—Alec... —balbuceó Marie, respirando con dificultad.

Alec no la dejó continuar, interrumpiéndola con una seriedad que la hizo temblar.

—Si usted sabe dónde ella se encuentra exactamente en este momento, debería decírmelo, a menos que quiera que sea acusada como su cómplice.

Las palabras de Al
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