Mundo ficciónIniciar sesiónCuando amaneció, se dio cuenta de que aún seguía bajo llave; que todavía su marido la mantenía encerrada en esa habitación. Ya no quería seguir desgarrándose la garganta gritando, solicitando que la dejaran salir de allí. Sabía que incluso su ruego sería otra vez silenciado.
Y justo cuando ponía un pie en el suelo, escuchó cómo estaban abriendo la puerta. Y de pronto, ahí estaba una de las sirvientas, dándole los buenos días, expresándole que la comida ya estaba siendo servida en el comedor y que debería darse prisa. Pero Miranda no dijo ni una sola palabra; se quedó en silencio. —Con su permiso, señora. Y se retiró de allí, mientras que Miranda permanecía con la cabeza sintiendo cómo cada una de esas emociones se enlazaban en su mente, a la vez que la impotencia y la tristeza la invadían. Porque, incluso rodeada de muchos lujos, se sentía tan sola y vacía. Se prometió a sí misma que no derramaría más lágrimas; que demostraría que no era una perdedora en toda esa situación. E incluso, por más difícil que resultara ser, quería demostrarle a ese idiota que no la iba a destruir. Cuando salió para tomar el desayuno, escuchó sonidos cerca de allí. Entonces, fue en ese momento cuando la puerta de la habitación que había sido preparada para su bebé, esa que desde hacía mucho tiempo no se había abierto, estaba de par en par. De allí salieron dos trabajadores con camisetas sudadas, evidentemente por tanto moverse de un lado a otro. En ese momento, Miranda sintió que le faltaba el aire; que sus palmas se volvían sudorosas y que su corazón, latiendo con fuerza, rebotaba en su pecho, amenazando con salir. Dar un paso siquiera se volvía un esfuerzo sobrehumano y mantenerse tranquila en una situación que la desestabilizaba emocionalmente, finalmente, imposible. Se acercó a uno de ellos y, con el presentimiento de que era exactamente lo que estaba pensando, lanzó la pregunta. —Disculpe, ¿puedo saber qué está pasando aquí? ¿Por qué están ustedes sacando estas cajas? —cuestionó sin tomar aire. Pero cada uno de ellos terminó ignorándola y siguieron haciendo su trabajo. Incluso uno de ellos le pidió permiso para que se apartara. La mujer se hizo a un lado, pero de pronto, sobre el hombro de otro empleado, pudo ver a su marido, quien estaba allí en el umbral, dando instrucciones con una calma que a ella la agobiaba. Clavó la mirada sobre aquel sonajero que sostenía su marido. Ese era un juguete que ella misma había comprado con mucha ilusión y, de pronto, allí estaba Alec, tirándolo a una caja como si nada. La mujer se llenó de furia y caminó hacia él. Se acercó con rapidez, empujándolo por el pecho con rabia y usando todas sus fuerzas. —¡¿Qué crees que estás haciendo?! ¡Alec, no puedes hacer esto! —le reclamó, sin dejar de golpear su pecho, hasta que el hombre la inmovilizó y luego la quitó de encima con un movimiento brusco, mirándola con enojo. —Miranda, esto es lo que debía hacer hace mucho tiempo: deshacerme de todas estas cosas. La mujer, no conforme con eso, volvió a replicar. —¿Y por qué lo estás haciendo? ¿Por qué en este momento? ¿Por qué intentas borrar todo rastro de la vida que alguna vez hubo dentro de mí? —le cuestionó con dolor. El hombre se recuperó, intentando llenarse de calma. Él también la había pasado muy mal cuando supo que ese pequeño había muerto; lloró y pasó la noche sin poder dormir. Saber que todas esas cosas estaban en la habitación era el recordatorio de un dolor que desde hace mucho tiempo debió quedarse en el pasado. Era tiempo de seguir. —Ya deja el espectáculo —gruñó, exigente—. Además, ya que mi hijo vendrá y se quedará un tiempo aquí en casa con nosotros, debe tener su propia habitación. Y esta es la adecuada para él, por eso estoy sacando las cosas; esa es otra razón. —¡Alec! No puedes sacar las cosas de nuestro bebé y darle el lugar a ese niño —bramó, fuera de sí. —Miranda, será mejor que te calmes. ¡¿Acaso quieres que de verdad te lleve a un centro psiquiátrico?! Debes entender que nuestro hijo está muerto, que debes dejar de estar atada al pasado. Ella sollozó. —No tienes idea de lo que dices... —emitió con la voz rota. —Solo sal, deja que hagan su trabajo —señaló sin verla. Pero Miranda ya no pudo más y se desplomó sobre el suelo de aquella habitación llena de recuerdos que dolían. Todo giraba a su alrededor, pero el mundo, dando vueltas, se detuvo cuando cayó en la inconsciencia.






