Tres días antes del impacto, Eylül Karaman creía haber recuperado cierta normalidad. Los exámenes finales en la universidad, los cafés entre clases y los audios diarios a su hermana mayor componían su burbuja de contención. A veces, incluso sonreía. Fingía que todo estaba en orden, que la boda forzada no había dejado cicatrices, que el monstruo con el que casi fue obligada a casarse ahora no residía en la misma mansión que Nehir.
Pero los ojos no mienten.
Y cada noche, frente al espejo de su habitación, Eylül encontraba el reflejo de alguien que intentaba sostenerse sobre una estructura rota.
—No más lágrimas —se decía—. No más culpa.
Nehir la llamaba cada mañana desde el despacho del juzgado. Rutinario. Constante. Firme.
—¿Estás durmiendo bien?
—Sí, abla. No te preocupes por mí.
—Siempre me preocupo. No porque dudo de ti, sino porque sé que eres más frágil de lo que quieres admitir.
—Gracias —respondía Eylül con una sonrisa tenue—. Pero tú también deberías cuidar de ti. Estás