Zeynep
La mañana amaneció fría, con una luz que todavía no se decidía a entrar. Zeynep encendió la lámpara del despacho y dejó que el brillo sobre el escritorio le ordenara la mente. Tenía encima una pila de correos por contestar, un cronograma por cerrar y, en el bolsillo de la chaqueta, la nota que Arda le había dejado la noche anterior: “Pasé por la mansión antes del amanecer. Dejo las llaves del almacén en recepción. Te veo a las nueve”.
La letra era rápida, sin adornos; en ella había una certeza que, para Zeynep, era bálsamo y cuchillo a la vez.
Entró Arda puntual, con la calma que lo hacía parecer una presencia doméstica: taza de termo bajo el brazo, sonrisa que no necesitaba pronunciar las cosas para sostenerlas.
—Buenos días —dijo él, y dejó la bolsa con documentos sobre la mesa.
—Buenos días —respondió ella—. Gracias por lo de anoche. El generador nos salvará si llueve.
—Es lo lógico —contestó él—. Además, pensé que te vendría bien dormir un poco más hoy. Halil quería que tod