La mañana llegó densa y tibia, con el olor de tierra húmeda que se pegaba a las baldosas del patio. Zeynep abrió las ventanas de su despacho como quien despeja una mesa de trabajo: movió papeles, guardó notas y dejó espacio para lo que tenía que nacer ese día. La clínica ya no era un proyecto improvisado; era un organismo con flujos, responsables y necesidades que pedían previsibilidad. Esa previsibilidad la protegía y la exigía a la vez.
Entró Arda con la tablet en la mano y una exactitud amable en los pasos. Se sentó frente a ella sin prisa y dejó una bolsa con pan recién hecho.
—Traje pan —dijo—. Si te soy sincero, el pan de Halil no se compara, pero esto sirve mientras tanto.
Zeynep sonrió, abrió la bolsa y dejó una pieza en la mesa. La intimidad del gesto era cotidiana y cálida; la amistad entre ellos había aprendido a ser ternura práctica.
—Gracias —respondió—. ¿Cómo va la ruta de los voluntarios para mañana?
—Reconfirmada —contestó Arda—. Añadí tres puntos de control y un punto