La madrugada en la mansión Aslan era distinta. No por el silencio, sino por la forma en que Nehir lo habitaba. Ya no caminaba como jueza. Caminaba como testigo. Como sobreviviente. Como mujer que había mirado a su tío a los ojos y le había dicho que no se arrodillaría.
El abrazo de Mirza la había sostenido más de lo que esperaba. No por lo físico. Por lo simbólico. Por primera vez, él no era el hombre que la observaba desde la distancia. Era el que estaba allí cuando el mundo se quebraba. Y eso, aunque no lo dijera, le dolía. Porque ahora sabía que si seguía adelante, él también sería arrastrado.
Pero no podía detenerse.
Sedat Kara había sido claro: si hablaba, la guerra sería total.
Y Nehir estaba lista.
A las 7:00 a. m., Zeynep entró al despacho con una carpeta en la mano. Aún tenía marcas en el cuello por el gas del atentado, pero su mirada era más firme que nunca.
—Revisé los archivos que tu padre te entregó. Hay algo que no viste.
Nehir la miró.
—¿Qué?
Zeynep abrió la carpeta. De