El destino hace sus jugadas de la manera más inesperada, y eso estaban a punto de descubrirlo Eirin y Ethan.
“Esto no debía repetirse”, pensó Ethan, pero ya es demasiado tarde.
El salón del Hotel Velmont resplandecía con un lujo sobrio que solo el dinero antiguo podía comprar. Candelabros de cristal colgaban del techo abovedado como constelaciones cautivas, y la orquesta interpretaba un vals con la delicadeza de un susurro. Las copas tintineaban, los abogados y empresarios se movían entre mesas redondas decoradas con lirios blancos y velas aromáticas. Había discursos por dar, alianzas por sellar. Pero cuando ella apareció, todo perdió importancia.
Eirin.
Era imposible no verla, o no detenerse a mirarla.
Apareció en el umbral del salón como si caminara sobre las brasas de su propia decisión. El vestido de seda roja se ceñía a su cuerpo como una promesa peligrosa. Una abertura lateral subía, descarada, hasta el muslo, y el escote de la espalda dejaba al descubierto su piel pálida como p