La puerta del pasillo se abrió con un chirrido leve, apenas un susurro de metal rozando madera. Pero para Eirin fue como una detonación. Se quedó inmóvil, con los músculos tensos, como si un simple movimiento pudiera delatarla. Aún sentía el ardor bajo la piel, el temblor persistente en sus piernas, la humedad entre sus muslos como una prueba muda del pecado recién cometido. Su respiración aún era errática, y la de Ethan tampoco se había regularizado. El eco de sus jadeos parecía haberse quedado atrapado en las paredes del pasillo, testigos silenciosos de lo que había sucedido allí dentro. Como si el hotel entero lo supiera.
La presencia que había al otro lado de esa puerta no se quedó. Así como llegó se fue. No les dio tiempo de ver quién era. Los pasos se alejaron sin apuro, pesados y firmes. No había duda: quienquiera que fuera, no necesitaba quedarse. Ya había visto suficiente. Ya tenía lo que vino a buscar.
Ethan no se movió. Permanecía junto a la ventana, la camisa aún a medio a