Eirin no sabía cuánto tiempo había pasado desde que la subieron a esa segunda furgoneta. Solo recordaba la transición entre el zumbido del motor, las curvas en la carretera y el momento en que la forzaron a bajar. Le habían retirado la mordaza pero sus labios seguían sellados por la tensión. Afuera, la noche era densa, de esas que devoran el horizonte y borran la línea entre el cielo y la tierra.
El lugar era una antigua villa de piedra, en ruinas por fuera, pero habilitada con tecnología de vigilancia adentro. Cámaras, sensores, puertas reforzadas. Cada paso de Eirin resonaba como un eco encerrado en un pozo profundo.
Orestes la esperaba en el salón principal. Vestía un traje negro sin corbata, el cuello de la camisa desabrochado, como si estuviera en casa, como si aquello no fuera un secuestro sino una velada personal.
—Estás aquí —dijo, con esa serenidad cruel que hacía que Eirin lo odiara más.— Y nadie va a venir por ti esta vez.
—Ethan vendrá —dijo ella, con una seguridad que ya