El despacho estaba en penumbra. Las cortinas pesadas filtraban la luz de la mañana como si el lugar se negara a admitir que el mundo seguía girando. El aire olía a a secretos demasiado tiempo encerrados entre esas paredes de caoba y mármol frío. Sobre el escritorio de madera oscura, una carpeta sellada con lacre rojo descansaba como una bomba a punto de estallar. El símbolo de la familia Manchester, grabado en oro tenue, parecía burlarse de su portador.
El hombre que la observaba no era un extraño en ese despacho. Conocía cada grieta del parquet, cada crujido de las estanterías cargadas de expedientes. Había sido testigo de confesiones, amenazas, acuerdos ilegales sellados con whisky añejo y la palabra de Orestes como garantía absoluta. Su vida entera se había entretejido con los hilos oscuros de ese imperio.
Era Lionel Morvan, el abogado principal de Orestes durante los últimos diecisiete años. Su sombra más silenciosa, su ejecutor legal, su confesor, su encubridor, su guardián. Y ah