Tariq despertó con un grito silencioso. Estaba en su cama, solo, pero su piel ardía. El aire frío del penthouse no lograba calmar el sudor helado que cubría su cuerpo. La imagen se desvaneció, pero el dolor permaneció: el dolor visceral de la pérdida que se enroscaba en su pecho.
Se incorporó, el corazón latiéndole a un ritmo de pánico. No era una pesadilla cualquiera, era una recurrente, pero esta vez, había sido más vívida. Como si fuera un recuerdo de algo que él mismo hubiese experimentado en el pasado.
En su sueño, vio la silueta de un hombre, y para su sorpresa, ese hombre era él mismo, con ropas de seda gruesa, y adornando de oro, bajo el sol inclemente de un desierto y estaba en un palacio de piedra arenisca. La ropa que él llevaba puesta en el sueño parecía de otra época, una muy antigua.
Lo acompañaba en el sueño un hombre de su propia sangre. Tenía la sonrisa torcida de Nasser, y le susurraba al oído una mentira venenosa. También pudo darse cuenta que era suyo el estandarte