Tariq entró en la torre de cristal de Al-Farsi Petroleum, su traje de tres piezas era una armadura pesada. La rabia en su corazón no era solo por la desobediencia de Eleanor, sino por el terror frío que le había dejado la llamada de su madre y la audacia de su esposa.
Ella no era una víctima dócil, era un arma de doble filo que acababa de apuntar a su propia cabeza. Se encerró en su oficina, la vista de Manhattan era un consuelo vacío. El control, su droga, se le había escurrido entre los dedos.
— ¡Maldita sea! — murmuró, golpeando el escritorio.
El pánico por la prometida y la herencia se mezcló con un miedo más antiguo. El miedo a la Leyenda. Su mente, ya sobrecargada, lo traicionó. Sus ojos se cerraron, y la pesadilla recurrente se materializó desde el mundo de los sueños con una claridad brutal.
Vio a la Rosa del Desierto a merced de una tormenta de arena, pero su rostro... Su rostro se mezcló: un segundo era la fría belleza de una mujer árabe, y al siguiente, la mirada desafiante