El sol de media tarde se rompía sobre las dunas de Amagansett, tiñendo de oro la mansión de cristal y madera, cinco años. Este era un respiro merecido y defendido con garras y dientes.
Tariq Al-Farsi, el Halcón Dorado, hacía ya un tiempo que no vestía el traje blindado de la guerra, ahora llevaba lino blanco, la tensión que solía llevar sobre sus hombros se había relajado, ahora era una cicatriz permanente.
Estaba en la terraza, observando, siempre observando, su mundo se había reducido a esta parcela de tierra y a la seguridad de dos pequeñas vidas, además de su esposa.
Layla, de cuatro años, era una miniatura de Eleanor, aunque tenía en el pelo oscuro y liso como él, pero sus ojos eran de un azul tan profundo que parecían contener la memoria del Mediterráneo. Su belleza era precoz, había heredado la elegancia y apariencia etérea de su madre, y era como una flecha silenciosa. La podía ver desde allí, jugaba con una pala junto a las dunas.
Omar Kamil, de tres, era todo Tariq, un torbe