Estaban en Central Park, en el mismo jardín donde habían pronunciado sus votos, la misma luz filtrándose entre los árboles de hoja perenne que había visto nacer su leyenda, pero el tiempo no perdona a nadie, ni siquiera a los reyes.
Tariq Al-Farsi, el Halcón Dorado, estaba sentado en un banco, su cabello, ahora un elegante plata en las sienes, reflejaba la dignidad de décadas bien vividas, la mano que una vez empuñó el poder absoluto estaba firme, pero ahora era más suave.
Eleanor, la Rosa del Desierto, se sentaba a su lado, la elegancia de su rostro era intemporal, marcada por líneas finas que solo contaban historias de batallas ganadas. Llevaba el medallón que su abuela le había dado, pulido por los años, ya no como un ancla, sino como un talismán de victoria.
Sus manos se encontraron como un acto de lealtad sin fisuras.
— Cinco minutos más, Halcón — susurró Eleanor con su voz clara y baja.
— Cinco minutos son cien años, Rosa, ¿Quién lleva la cuenta cuando el futuro ya nos pertenece