El sol de Nueva York se filtraba a través de los ventanales de la oficina de lujo, pero en el rostro del Senador Caldwell, no había un rastro de calidez. Sentado frente a Tariq, su sonrisa era una máscara que no llegaba a sus ojos fríos, una cortesía pulida gracias al ejercicio de la hipocresía practicada por años en la política.
Tariq, en su traje hecho a medida, se sentía como un pez entrando a la boca de un tiburón. Su espacio de trabajo, que siempre había sido su santuario, se había convertido en un campo de batalla donde el enemigo se movía sin ser visto.
— Señor Al-Farsi — comenzó el Senador, su voz era como la de un actor, suave y llena de promesas.
— Me ha llegado a los oídos los rumores sobre un “asunto”. Primero, sobre un problema que se te estaba presentado con tu visa de inversionista. Y luego, esta este asunto sobre tu matrimonio que se celebró posterior al primer problema. Los contratos matrimoniales son legales, lo sé, y los trámites son tediosos. Pero para una persona