El hedor a humedad y a azufre, el frío del agua putrefacta, y la oscuridad casi absoluta envolvían a Elena y Lucas mientras se adentraban en el pasadizo subterráneo de "El Dragón". El gemido ocasional de Leonel, que aún colgaba entre ellos, era un recordatorio constante de su precaria situación. El eco de los disparos y el rugido del fuego en los astilleros se desvanecían, reemplazados por el sonido lúgubre del agua goteando y el arrastre de sus propios pasos.
—Mantente cerca —la voz de Lucas, ronca por el humo, resonó en lavedad del túnel—. Este lugar es un laberinto. Y la oscuridad es nuestra única amiga.
Elena asintió, aunque Lucas no podía verla. La linterna del teléfono de Lucas, que había logrado encender, apenas proyectaba un haz de luz amarillento, creando sombras fantasmales en las paredes cubiertas de musgo y limo. Las tuberías oxidadas se retorcían sobre sus cabezas, como venas enfermas de la ciudad.
—¿Estás seguro de esto, Lucas? —preguntó Elena, su voz tensa, mientras el