El canto de los pájaros en el amanecer y el suave rumor del río Brent eran los únicos sonidos que rompían el silencio en la pequeña choza. Elena se despertó lentamente, el cansancio aún se aferraba a su cuerpo, pero su mente estaba ahora clara. El calor de la manta y el aroma persistente del té de hierbas le daban una sensación de paz que no había sentido en días. La imagen de Lucas, de Leonel, la urgencia de su sacrificio, la impulsaron a levantarse.
Se vistió con la ropa limpia y sencilla que Padre Benito le había dejado, la tela suave contra su piel. Salió de la choza. El sol de la mañana ya se alzaba sobre las copas de los árboles, tiñendo el cielo de un azul brillante. Don Salvatore y Padre Benito la esperaban en el pequeño muelle, sentados en un par de viejos taburetes de madera.
—Buenos días, muchacha —dijo Don Salvatore, su voz grave, una ligera sonrisa en su rostro—. Has dormido bien.
Elena asintió, respirando hondo el aire fresco de la mañana.
—Gracias, Don Salvatore. Padre