El aroma a café recién hecho, amargo y reconfortante, llenaba el pequeño refugio de Ramiro. La luz del sol, ahora más brillante, se filtraba por las rendijas de la ventana, pintando franjas doradas en el suelo de tierra. Elena y Lucas, vestidos de nuevo con la ropa sucia y gastada de la noche anterior, se sentaron a la mesa improvisada. Ramiro les sirvió café en tazas de peltre, sus ojos vigilantes escudriñando el exterior a través de la ventana.
El silencio entre ellos no era incómodo, sino una tregua, un reconocimiento tácito de la intimidad compartida. Elena sentía el peso del USB en el bolsillo de su falda, un recordatorio constante de la urgencia de su misión. Lucas, aunque su rostro aún estaba pálido y hacía una mueca al mover su hombro vendado, había recuperado parte de su determinación.
—Tenemos que contactar a Salvatore —dijo Elena, rompiendo el silencio, su voz baja y seria—. Cuanto antes, mejor.
Lucas asintió, llevando la taza de café a sus labios. El vapor caliente le empa