El sedán blindado yacía volcado en la zanja, el metal retorcido y el cristal agrietado como si fuera un cascarón roto. Elena estaba atrapada, su cuerpo dolorido por el impacto, el cinturón de seguridad clavado en su pecho. El silencio, un sudario pesado y opresivo, solo se rompía por el goteo persistente de la lluvia y el crujido metálico del coche que se enfriaba. A su lado, Lucas yacía inerte, su cabeza ladeada, la mancha de sangre en su hombro expandiéndose. El terror, frío y paralizante, se apoderó de Elena. Estaba sola. Completamente sola.
Escuchó pasos. Pesados, deliberados, acercándose al coche volcado. Los mercenarios de los Russo. Su corazón le golpeaba contra las costillas con una fuerza brutal. Intentó moverse, desabrochar el cinturón, pero sus manos temblaban incontrolablemente y el dolor en su nuca la inmovilizaba. Los faros de los vehículos atacantes se detuvieron a unos metros, iluminando la escena con una luz cruda y despiadada.
Voces. Graves, guturales, hablando en un