Ahora, la mentira de Giubilei debía ser cimentada con pruebas.
El Cardenal Giubilei caminó hacia un rincón de su estudio y se sentó, esperaba poder respirar profundo y tranquilizar a si viejo corazón, sacó su teléfono del bolsillo y marcó un número.
Esperó tres tonos antes de que una voz grave y somnolienta respondiera al otro lado.
— ¿Sí?
— Soy yo, Padre Elías, perdón por la hora, pero necesito de su fe ciega, y de su lealtad más absoluta — Giubileile dijo con urgencia.
El Padre Elías, párroco de Santa María de los Ángeles y amigo de Giubilei desde el seminario, era un hombre sencillo, y de principios firmes. No preguntaba lo que no necesitaba saber.
— Mi vida es suya, Eminencia. ¿Qué necesita? — El otro preguntó sin más.
— Escúcheme bien, a partir de este momento, usted y yo pasamos la noche juntos, llegué a su parroquia a las siete y media de la tarde, usted me recibió en su sacristía, y allí me quedé hasta el amanecer, revisando las cuentas que le desfalcaron, le prometí ayuda eco