El aire en el pequeño cuartito del sótano de la Curia se había vuelto pesado, cargado de las brasas de la ira helada de Monseñor Visconti, Elena temblaba, no solo por el frío húmedo del suelo, sino por la humillación de la presión psicológica a la que había sido sometida una vez más.
Las palabras de Visconti eran veneno que se filtraba, intentando convencerla de que su hermano, Darío, era un homicida y un traidor.
Marco la observaba desde la moldura de la puerta. Había pasado más de una hora custodiando el exterior, sintiendo cada jadeo de Elena, cada palabra punzante de su jefe, como un golpe directo en el pecho, mientras él tenía que fingir que no pasaba nada, controlándose para no perder el aplomo y echar todo su trabajo por la borda.
No podía exponer sus verdaderas intenciones de cuidar a Elena, si el Cardenal se daba cuenta lo removería de inmediato moviendo a la chica a otra locación y le perdería el rastro, además de que, Greco no lo dejaría vivo después de todo lo que sabía.
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