El Cardenal Giubilei se deslizó de nuevo a la luz de la mañana con la habilidad de un espectro acostumbrado a la penumbra, el olor a ozono que emanaba del túnel de acceso a la Cámara de las Penas se desvaneció rápidamente, reemplazado por el aire frío y húmedo que anunciaba el amanecer romano.
El cielo sobre la Basílica de San Pedro comenzaba a pasar de un negro profundo a un gris ceniza, pero las luces interiores de la Curia ya estaban encendidas, proyectando rectángulos amarillos sobre el pavimento de piedra.
Llegó a su residencia adyacente a la Biblioteca Apostólica justo cuando el primer toque de campanas llamaba al rezo matutino, su sotana, aunque recién alisada, conservaba el sutil aroma a humedad y polvo de los siglos y sus ojos estaban inyectados en la tensión sostenida.
Pero, si actuaba como un hombre exhausto, sería la verdad más eficaz de la jornada.
Abrió la puerta de su apartamento y se preparó para la soledad, con la esperanza de poder ducharse y cambiarse antes de la in