El sol acababa de asomar en el horizonte oriental, pintando el Mar Tirreno con tonalidades melocotón y oro oxidado.
La éter, el yate deportivo, cortaba las olas con una velocidad constante, dejando una estela blanca y espumosa que se disolvía tras ellos, como si borrara el rastro de su huida.
Darío estaba al timón, su rostro duro y angular profundamente atractivo se iluminaba por la luz del amanecer, pilotar el yate era un acto de reflejo, una danza familiar heredada de los veranos con su padre durante su niñez, pero su mente estaba lejos, calculando rutas, consumo de combustible, y la inminente amenaza que se cernía sobre ellos.
Luciana estaba en la cubierta con binoculares, escudriñando el horizonte, con actitud tensa y el corazón en un hilo, no dejaba de pensar en aquella corta conversación, y en su cabeza, comenzaba a hacer planes de lo que, en algún momento, iría a decidir, si lograban salir del atolladero.
No podía continuar al lado de Dario, debía forjarse un futuro lejos de él