El aire en el búnker subterráneo era denso y frío, impregnado del olor a tierra húmeda y moho centenario. La luz de las lámparas LED proyectaban un brillo áspero sobre la vasta sala de piedra, acentuando los contornos de los baúles y los estantes llenos de la historia olvidada de los Ferraro.
Marco Bianchi estaba inmovilizado. Había sido atado con gruesas cadenas a una tubería de ventilación asegurado de forma que no pudiera escapar ni hacer daño, pero sí mantenerse erguido.
El golpe de Dario en la mandíbula ya estaba cambiando a un morado profundo, una herida de la que, al igual que la traición de Luciana, sabía que tardaría en sanar.
Dario se movía con la autoridad de un rey en su fortaleza. Había ordenado a Leo que se concentrara en monitorizar los accesos remotos y la Dra. Rossi estaba atendiendo el agotamiento de Sofía en un rincón con mantas y un rudimentario botiquín de primeros auxilios.
El centro de la escena, sin embargo, era el triángulo de fuego entre Dario, Luciana y Marc