— Es por su salud. No me hagas repetirlo, Ferraro. Tu traje está empapado. Si no te lo quitas, empeorará el malestar. Yo me encargaré, pero solo para que no mueras congelado, ¿Me oyes?
Luciana no esperó su respuesta. Se acercó a él, ignorando el fango en el suelo y la burla en sus ojos. El traje Armani era un peso muerto totalmente empapado, una segunda piel de lodo y lana fría.
Primero, el reloj de platino, lo desabrochó con rapidez y lo dejó sobre el mármol del lavabo. Luego, la corbata, que cortó sin dudar con unas tijeras de manicura que encontró en el tocador. No había tiempo para nudos.
Cuando comenzó a desabotonar la camisa de seda, el contacto fue inevitable. La tela pegada a su piel estaba tan húmeda y fría que sus dedos se resbalaban. Él no se movió, estaba demasiado débil para protestar o ayudar. Ella sintió la tensión de sus pectorales, y el pulso errático bajo su clavícula con el roce de sus manos.
— Si estuviera en mis cabales, no permitiría esto — murmuró Dario justo ce