Después de la implosión de tensión en la habitación, Luciana y Dario se separaron con una rapidez forzada. Luciana se refugió en el baño, cerrando la puerta con pestillo.
El espejo le devolvió una imagen irreconocible, el cabello sudoroso y revuelto, los pómulos arrebolados y los ojos azules que ardían con una mezcla de rabia y una confusión más peligrosa.
Lavó el hollín y la pólvora de su piel, y se vistió con el primer suéter de lana que encontró y unos pantalones de seda anchos. La ropa era suave, pero su piel seguía sintiendo la fricción áspera del cuerpo de Dario.
Cuando descendió a la planta principal, el aire ya no olía a gimnasio, sino a cocina toscana. Los aromas de especias, tomate cocido a fuego lento y pan recién horneado invadieron sus sentidos como una cruel burla a la vida normal que hacía solo unas semanas había perdido.
Dario la esperaba en la cocina. No en el gran comedor de la villa, sino en el corazón rústico de la casa.
El espacio era vasto, con techos abovedados