Después de ese día, en el que el calor y la tensión entre los dos estuvo a punto de consumirla, Dario la entrenó personalmente en el gimnasio, enseñándole la frialdad de la supervivencia.
Luciana, impulsada por el deseo de no darle la satisfacción de verla fracasar, se dedicó a aprender con una furia silenciosa y con todo el empeño, como cuando inicio en la universidad y estaba tan enamorada del arte.
Con el tiempo, la torpeza desapareció. Sus puñetazos ganaron peso, sus caídas se hicieron instintivas, y el sonido del cerrojo de la Beretta se convirtió en un sonido tan familiar como su propia respiración.
Dario dejó de burlarse, en su lugar, le dedicaba una mirada de aprobación fría, reconociendo a la nueva mujer que estaba forjando, sin demostrare ni por un instante lo que comenzaba a surgir en él, no había espacio para la debilidad, y tampoco para enredos que le traerían más problemas que beneficios.
Dario siempre fue un hombre práctico. Y ver a Luciana como mujer, no era para nada