Con el amanecer llegó un silencio que no era vacío, sino sagrado. Luminaria respiraba con lentitud, como si el pueblo entero compartiera un mismo pecho que acababa de exhalar tras una larga y contenida tensión. Las últimas brasas de las antorchas titilaban suavemente sobre la arena húmeda, como luciérnagas atrapadas entre el sueño y la vigilia.
Amara y Lykos permanecían de pie en la playa, las botas apenas rozando la línea donde las olas besaban la orilla. El mar, que durante la noche se había agitado con presagios y cantos, ahora parecía un espejo inmenso, de un azul profundo casi irreal. La niebla que antes los había envuelto se había desvanecido, dejando tras de sí un frescor limpio que olía a sal y renovación.
—No era un monstruo —murmuró Amara, con la voz apenas audible, como si no quisiera romper la armonía de la mañana—. Era solo… un recuerdo que no quería morir solo.
Lykos giró ligeramente su rostro para observarla, sus ojos rojos suavizados por la emoción. El dorado naciente d