La mañana siguiente al Gran Ritual amaneció fría y luminosa. El cielo era un cristal límpido atravesado por el canto lejano de las aves marinas, y el aire, aunque cortante, traía consigo una quietud cargada de promesas. Amara ascendía en silencio por la estrecha escalera de piedra del faro, cada paso resonando como un eco antiguo en los muros que habían visto más siglos que reinos. A cada peldaño, risas infantiles y murmuraciones de ancestros parecían emanar desde el sillar, recordándole que su gesta se inscribía en un hilo ininterrumpido de historias.
Las paredes, rugosas y salpicadas de líquenes grises y verdes, parecían respirar con ella. Allí, donde la historia aún latía entre grietas y polvo, sentía la presencia de quienes alguna vez velaron por la paz antes de que la niebla lo envolviera todo. El pasillo curvo desembocaba en una galería adornada con relieves medio borrados por el tiempo, uno de los cuales capturó su atención: tres figuras entrelazadas —una con colmill