Los rumores de inquietud llegaron en caravanas de mensajeros y susurros furtivos. Hacia el sur, donde la frontera recién trazada con los territorios licántropos se ensanchaba, se hablaba de hogueras prohibidas y cánticos en lenguas antiguas. Arik, ya nombrado general de las patrullas mixtas, recibió los informes con el ceño fruncido. No se trataba de simples deserciones: hablaban de lobunos disidentes que, resentidos con la alianza, practicaban rituales oscuros de la vieja manada, invocando a la niebla como si fuera un dios vengativo.
Esa misma tarde, Arik reunió a un destacamento de guardias licántropos y vampíricos veteranos. Al pie de la colina cubierta de robles centenarios, les habló con voz potente:—No podemos permitir que las sombras del pasado amenacen la paz que hemos forjado —declaró—. Marcharemos al amanecer y traeremos a estos disidentes ante el consejo; no con violencia, sino con la fuerza de nuestro compromiso y la justicia de nuestras leyes.