El amanecer nunca llegó.
Las hogueras improvisadas en las murallas apenas lograban empujar la oscuridad, y la luna carmesí aún se aferraba al cielo como un ojo vigilante, como si se negara a ceder su lugar al sol. Los heridos descansaban sobre camillas improvisadas, algunos envueltos en mantas empapadas, otros cubiertos con telas negras que indicaban un silencio irreversible.
Amara, de pie en lo alto de la muralla, observaba el horizonte. El resplandor rojizo seguía allí, lejano pero creciente, como un corazón encendido en la distancia. No era el resplandor de una simple hoguera. Era algo más vasto, más voraz, una cicatriz abierta sobre el mundo.
El viento traía consigo un olor a hierro quemado y madera resquebrajada. A veces, un murmullo lejano, un eco que no pertenecía a voz humana, acariciaba sus sentidos psíquicos. Cerró los ojos, intentando aislarlo, pero cuant