El amanecer llegó como un golpe seco contra el horizonte. El cielo, teñido de un gris plomizo, parecía contener la respiración antes de desatar la furia de la tormenta. Las nubes bajas reptaban como animales inquietos, cargadas de electricidad, y el aire mismo vibraba con un presentimiento que se colaba en la piel.
En la cima de las murallas de Luminaria, Amara permanecía erguida, con su capa oscura agitándose detrás de ella como un presagio. Sus ojos violetas escrutaban el horizonte con una intensidad que hacía que hasta los soldados más jóvenes bajaran la mirada al cruzarse con ella. Había en el ambiente un silencio que no era paz, sino la pausa cruel antes de la tempestad.
Lykos subió a su lado. El alfa llevaba la armadura ligera de los lobunos, hecha de cuero endurecido y runas grabadas a fuego. Sus ojos rojos parecían arder con el reflejo de la tormenta inminen