El silencio tras la retirada de aquel monstruo no fue un alivio.
Fue una losa.
El aire olía a hierro y escarcha. El suelo estaba sembrado de fragmentos de armas rotas, de sangre congelada, de cenizas que alguna vez habían sido enemigos. Nadie celebró la “victoria”. No había sido eso. Habían sobrevivido, y apenas.
Amara recorrió con la mirada a los soldados. Los humanos recogían a los heridos, algunos lloraban en silencio mientras envolvían cuerpos que no se levantarían. Los lobunos se mantenían erguidos, pero sus ojos rojos mostraban la huella del miedo; incluso los más fieros parecían más viejos de repente. Los vampiros, disciplinados como siempre, intentaban mantener la compostura, pero su magia había quedado agotada y sus rostros pálidos temblaban bajo la máscara de serenidad.
El eco del Invocador seguía en la mente de todos.
El norte no se doblega, el norte devora.
Amara lo sentía repetirse como un tambor en sus pensamientos. Quiso cerrar los ojos, pero si lo hacía, vería otra vez