La madrugada llegó sin piedad.
El cielo, aún cargado de tormenta, mostraba grietas rojizas entre nubes negras, como si la aurora se hubiese teñido de sangre. El eco de los truenos parecía arrastrar presagios en cada retumbo, y Luminaria despertaba inquieta.
En el salón aún impregnado de deseo y juramentos, Amara permanecía de pie junto a la ventana. Sus ojos violetas seguían el trazado de la lluvia que resbalaba en líneas caóticas por el cristal. Lykos, detrás de ella, la observaba con los brazos cruzados, su torso desnudo aún marcado por el frenesí de la noche.
El silencio entre ellos no era incómodo: era la calma posterior a la tormenta íntima que habían desatado. Sin embargo, bajo esa calma latía el filo de la preocupación.
—No puedo dejar de pensar en lo que dijiste —rompió Lykos la quietud, con su voz rasposa por el cansancio y el deseo aún presente—. Si los Despiertos del Hielo han sido invocados… alguien lo hizo con pleno conocimiento de lo