El poblado ardía en gritos y acero. El choque de armas, el crujir de huesos y los alaridos de los heridos se mezclaban con un murmullo constante, casi imposible de identificar: eran las voces de los espectros, cada una repitiendo frases que habían dicho en vida, retazos de recuerdos entrecortados que se filtraban en las mentes de los vivos como cuchillas invisibles.
Amara luchaba en medio de esa tormenta. Sus movimientos eran precisos, pero cada golpe psíquico que desataba le costaba un esfuerzo titánico. No solo estaba enfrentando cuerpos: estaba rompiendo memorias. Con cada espectro disuelto, un eco de dolor la golpeaba en el pecho, como si arrancara de sí misma parte de lo que alguna vez fue.
—¡Atrás! —gritó, extendiendo sus manos. Una onda expansiva barrió a los enemigos frente a ella, deshaciendo tres figuras que chillaron con un sonido hueco antes de disiparse.
Apenas tuvo tiempo de respirar. Otro grupo ya la rodeaba. Entre ellos reconoció a un