El amanecer en Luminaria no llegó con calma. La bruma se extendía sobre las murallas, teñida de rojo como si la sangre misma hubiera trepado por los muros. El aire olía a hierro caliente y cenizas recientes; las hogueras de la noche aún exhalaban humo, cargando el ambiente con un sabor metálico que se pegaba al paladar.
Amara se encontraba en lo alto de la torre del faro, con los brazos cruzados sobre el barandal de piedra fría. Sus ojos violetas brillaban, reflejando cada chispa de luz que nacía en el horizonte. No era un amanecer corriente: se sentía denso, expectante, como si la tierra misma contuviera el aliento.
—El mundo está cambiando —susurró ella, apenas audible.
A su lado, Lykos permanecía erguido, la silueta poderosa del alfa recortada contra el cielo encendido. Sus ojos rojos parecían brasas bajo la penumbra de sus cabellos oscuros. Aunque su cuerpo irradiaba fuerza, había algo en su postura que delataba la tensión. Sus manos apretaban el