El amanecer llegó envuelto en un aire denso, como si el propio cielo cargara con el peso de un presagio. El faro se alzó contra el horizonte teñido de rojo, su fulgor palpitante proyectando sombras largas sobre las piedras humedecidas por la tormenta nocturna.
Amara apenas había dormido. Su cuerpo descansaba en los brazos de Lykos, pero su mente se había mantenido despierta, presa de un murmullo insistente que se filtraba en sus sueños y se arrastraba hasta su consciencia: Varakel.
El nombre vibraba en sus huesos como una campana quebrada, resonando en ecos antiguos que no pertenecían del todo a esta vida. Había imágenes vagas: un altar ennegrecido, fuego que devoraba el cielo, y una silueta observándola desde el otro lado de la eternidad.
Se levantó en silencio, dejando que la sábana se deslizara por su piel como un velo. Lykos abrió los ojos al instante; incluso dormido, su instinto de alfa jamás descansaba.
—¿Otra vez no pudiste dormir? —s