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La arena se metía por todas partes. En las botas de cuero de Kaleb y en el cuello de su túnica de lino, incluso en el pelo de su nariz dejándole un sabor áspero en la boca. A Kaleb no le importaba. Llevaba veinte años en la Guardia del Faraón y conocía el desierto como la palma de su mano. Lo había cruzado más veces de las que podía contar y siempre con la misma carga tediosa: alimentos, herramientas, telas. El convoy avanzaba lento como un gusano de carga reptando sobre el ocre interminable.
Miró hacia atrás. Catorce carros en total, llenos hasta los topes y tirados por bueyes que jadeaban bajo el sol inclemente. Detrás de él, Benu su segundo al mando cabalgaba en un burro con el rostro protegido por un trapo para no respirar todo el polvo. Benu era un chico joven y era la primera vez que se aventuraba tan lejos de Menfis.
—¿Cuánto más, Kaleb? —preguntó Benu.
Kaleb sonrió sin voltearse. El burro relinchó y agitó las orejas. —Aún no hemos llegado a la mitad, muchacho. Paciencia. El