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El sol de la tarde castigaba el campamento. Ahmose no sentía el calor. No después de tantos años bajo ese mismo cielo de latón durante sus entrenamientos en los cuarteles de Menfis. Estaba sentado sobre una roca plana, a la sombra de un toldo de lona. Frente a él, Nebu, su lugarteniente, afilaba un cuchillo de bronce. Nebu tenía el rostro curtido y una cicatriz que le bajaba desde la ceja hasta el pómulo, un recuerdo de una escaramuza con tribus nubias años atrás.
—¿Y bien? —murmuró Nebu sin levantar la vista del cuchillo.
—¿Y bien qué? —replicó Ahmose, tenia la voz seca.
—¿Cuánto tiempo más? Llevamos casi una semana sentados aquí. Los hombres se aburren. El desierto es para moverse.
Ahmose tomó un sorbo de agua de una vasija de barro y la ofreció a Nebu, que la rechazó con un movimiento de cabeza.
—Esperamos la confirmación del faraón. El informe sobre la incursión en la frontera.
—El informe dirá lo de siempre. Que los bárbaros se robaron algunas ovejas o que mataron a un par de