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La lucha era un torbellino de gritos, metal y sangre. Los hombres del pueblo, con sus palos y arpones, luchaban con una ferocidad que Menkat no había previsto. No eran soldados. Eran padres, hermanos, hijos. Nefertari, con un palo en la mano, golpeó a un guardia en la rodilla. El hombre gritó y cayó. Baketamon, a su lado, luchaba como una leona.
Ahmose, en el centro de la batalla, era un huracán de acero. Su espada era un destello de luz. Sus hombres, Nebu y los otros tres, luchaban a su lado. Eran una unidad, un muro de hombres. Menkat, desde el centro de sus guardias, observaba. Su rostro se descompuso.
—¡Mátenlos! —gritó Menkat—. ¡Mátenlos a todos! ¡Quiero ver sus cabezas!
Rekhmire, de pie detrás de Menkat, observaba la lucha. Su rostro no revelaba nada. El caos era su amigo. El caos era su oportunidad. No le importaba Menkat. Menkat era solo un niño caprichoso. El poder era lo único que le importaba. El faraón, un hombre viejo y cansado, pronto moriría. Y el poder sería para el