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El sol de la mañana bañaba el mercado del pueblo, pintando de oro las telas y las cestas de fruta. El aire, lleno del aroma a pan recién horneado y a especias, era un alivio para Nefertari, que iba con una túnica sencilla de lino y se movía entre los puestos con una gracia que no había perdido. Su rostro, sin el maquillaje de la corte, era más hermoso que nunca. Sus ojos, antes llenos de miedo, ahora brillaban con una paz que nunca había conocido en el palacio. Compró pan, fresco y caliente, y lo puso en su cesta.
Ahmose la miraba desde la sombra de un árbol. No podía quitarle los ojos de encima. Verla así, libre, feliz, era su recompensa por todo lo que habían pasado. Había perdido su rango, su honor en la corte, pero lo había ganado todo al tenerla. El sol brillaba en su cabello, el mismo sol que nunca entraba en las habitaciones del palacio. La risa de Nefertari, al hablar con un comerciante, era la música más hermosa que había escuchado. El corazón de Ahmose se llenó de un amor