Al despuntar el alba, el carruaje cargado zumbaba sobre el camino empedrado que se internaba en el bosque. Las ruedas chirriaban contra las piedras húmedas, levantando pequeñas nubes de polvo y hojas secas. Amara y Lykos viajaban uno al lado del otro, junto a Arik y Vania, sosteniendo el manuscrito del Oráculo y el cristal carmesí. El sol emergente teñía de oro las copas de los árboles, mientras la niebla matinal se enredaba en los troncos como un velo fantasmal.
—La cueva del Oráculo está a dos jornadas de aquí —explicó el conductor, un hombre curtido por el sol y los viajes—. Primero cruzaremos el Paso del Eco, luego ascenderemos al promontorio. Si mantenemos este ritmo, llegaremos al tercer día al mediodía.Lykos asintió, prestando atención al aire fresco que entraba por la puerta entreabierta del carruaje. Su agudo olfato captaba cada matiz del camino: el aroma a pino, la humedad de la hojarasca y un leve matiz a óxido, señal de la presencia anterior de la nieb